Me cegó la fiebre, seáor de los celos,
que anuló mi mente con torpe obsesión
y miré en los ojos, que fueran mi cielo,
mil demonios rojos de gesto burlón.
Seáor juez: no pude frenar el impulso,
busqué su garganta con ansia brutal
y así, sordo y ciego, temblándome el pulso,
con extraáo gozo le hundí mi puáal.
Terminé el relato... y el juez inmutable,
con palabra lerda mi suerte leyó:
Reclusión perpetua para el miserable
que a la tierna madre de su hijo mató .
Y vi muy cercana la celda sombría
de grises paredes recibiéndome.
Y oí de los presos la cruel gritería:
¡Cobarde! ¡Canalla! ¡Mató a una mujer!
Más tarde Ushuaia... la tierra maldita
y días y noches oyéndote a ti:
qué grito espantoso, de angustia infinita,
clamando primero... y ahogándose al fin.
Y oyendo a nuestro hijo, con trémulo acento,
perdido entre extraáos, llamando a los dos.
Y el espectro horrible del remordimiento.
Y la tumba en vida... y el juicio de Dios.
Atroz pesadilla de noche embrujada,
dantesca tortura, suplicio infernal.
Desperté... Y ansiosa mi mano en la almohada
halló tu cabeza de esposa leal.
Dormías tranquila, dormías sonriente,
ajena a la angustia de mi corazón.
Y en un gran suspiro, besando tu frente,
con un beso casto murmuré... ¡Perdón!