Era extraáo aquel hombre, o por tal lo tomaron, porque besaba todo lo que hallaba a su paso. Besaba a las personas, al perro, al mobiliario y mordía dulcemente la ventana de un cuarto. Cuando salía a la calle le iba besando al barrio las esquinas, aceras, portales y mercados, y en las noches de cine (también las de teatro) besaba su butaca y las de sus costados. Por estas y otras muchas los cuerdos lo llevaron donde nadie lo viera, donde no recordarlo, y cuentan que en su celda besaba sus zapatos, su catre, sus barrotes, sus paredes de barro. Un día sin aviso, murió aquel hombre extraáo y muy naturalmente en tierra lo sembraron. En ese mismo instante, desde el cielo, los pájaros descubrieron que al mundo le habían nacido labios.